Me odian los dos sacerdotes con los que he venido a Lourdes. Habían escogido un hotel a escasos cincuenta metros de la gruta para no tener que andar.
Después de rezar por la mañana y celebrar la Misa en la capilla de San José, me he dicho: «Voy a conocer la Comunidad del Cenáculo» (Para quien no conozca la Comunidad del Cenáculo, se dedica a liberar a personas de sus adicciones, conozco a uno que pasó unos años allí y le dije que vendría y a ver si un chaval de mi parroquia se decide a venir).
Pensaba venir solo pero dijeron:
—Te acompañamos.
Y nos pusimos a andar a las doce de la mañana, con un calor húmedo y pegajoso, todo el rato cuesta arriba desde las 12 hasta las 14 (ida y vuelta). Desde entonces me hablan poco y me miran mal. La verdad es que venían a descansar y nos hemos pasado el día andando. Es normal que me odien…, un poquito.
¿Por qué? ¿Qué podía hacer presagiar en ese momento ese odio hacia Jesús? Nada, todo lo había hecho bien. Sin embargo los planes de Dios se cumplen. Y también pasa eso en nuestra vida. Tal vez busquemos a Cristo para descansar, y sin duda lo haremos. Pero cuanto se pone en camino en nuestra vida y decimos que queremos acompañarle, no nos extrañe que nos encontremos con la cruz. Nos encontraremos con el peso del calor, de las cuestas arriba, de la incomprensión de los buenos y de los malos, muchas veces con el desprecio. Y entonces hay que recordar ¿A quién seguimos? ¿Nuestros intereses, nuestra comodidad, incluso a nuestra felicidad? No, seguimos al Mesías, al Hijo de Dios vivo. Y ninguna dificultad podrá apartarnos del amor de Cristo. Entonces el camino es gozoso, aunque doloroso muchas veces. La meta es clara y el paso se vuelve firme y del dolor nace la alegría.
«Haced lo que él os diga».
Siguiendo las palabras de María no tendremos miedo de seguir a Cristo con radicalidad evangélica, y esas raíces tienen forma de cruz.
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