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sábado, 19 de julio de 2014

Tu es sacerdos in æternum secundum ordinem Melchisedech


«Accipite Spiritum Sanctum. Quorum remiseritis peccata, remissa sunt eis; quorum retinueritis, retenta sunt». Jn 20, 22-23. «Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes los retuviereis, les serán retenidos».

Anécdota a propósito de los versículos 22 y 23 del capítulo 20 del Evangelio según San Juan.

Gabriel Escobar Gaviria

Era uno de los años finales del siglo XX. Me desempeñaba como jefe de una zona de la Empresa Antioqueña de Energía; desde el municipio sede atendía el servicio eléctrico de otros municipios y poblados de la región.

Disponía para mis desplazamientos de un vehículo con chofer. Gilberto, el chofer asignado, era un feligrés de una iglesia de hermanos separados presente en el municipio de nuestra sede. Durante los viajes me gustaba conocer las diferencias doctrinales de su Iglesia con respecto a la nuestra, sin que significara que convirtiera las comisiones en una inútil discusión de ideologías.

En una ocasión que regresábamos de uno de los municipios atendidos nos encontramos con un campero en el que venían varias personas. Gilberto me pidió autorización para ir a saludar a esas personas pues pertenecían a su Iglesia. Efectivamente fue a saludarlas y regresó a los pocos minutos y reanudamos la marcha.

Retomado el camino hacia la sede, Gilberto puso tema de conversación:

—Y, ¿sabe qué?, ingeniero, venía el nuevo pastor para uno de los pueblos de nuestra región.

—Ah, les nombraron pastor nuevo. —fue mi respuesta, desprovista de todo interés.

—Sí, ingeniero; y ¿sabe qué?. Era un sacerdote católico, pero se pasó para nuestra Iglesia. —Ése era el puntillazo que quería poner Gilberto para tener tema de conversación por el resto del viaje.

—¡Ve, qué raro! —Fue mi seca respuesta y puse algún tema de reemplazo. Durante el resto del viaje esquivé los tiros que me hizo Gilberto para poner el tema sobre el tapete.

Cuando llegamos a casa, antes de bajarme del vehículo dije a Gilberto:

—Gilberto, hágame un favor.

—Con mucho gusto, ingeniero.

—Dígale al padre que está invitado a almorzar en mi casa y que escoja día.

—Con mucho gusto le doy su razón al pastor, ingeniero.

—Ah, Gilberto, acépteme mi invitación para el mismo almuerzo.

—Muchas gracias, ingeniero, vendré con él, el día que él escoja.

Al día siguiente, Gilberto se presentó al trabajo con la razón de que su pastor me acompañaría en el almuerzo del sábado siguiente.

Dispuse las cosas en mi casa para que la señora que me trabajaba hiciera un almuerzo especial y bien gustoso para tres personas el sábado de esa semana. La jornada de la señora los sábados era hasta las 12:30 pues yo llegaba  a almorzar a las 12:00 y ella se retiraba a su descanso de fin de semana después de mi almuerzo. Aquel sábado por cortesía (o por curiosidad) se quedó hasta servir el almuerzo de los tres y hasta que terminamos; después arregló la cocina y se marchó.

Durante el almuerzo y después de él, le hice al padre algunas preguntas no con el ánimo de polemizar, pues no me consideraba digno contendor de un hombre que había tenido que estudiar dos teologías, sino más bien como curiosidad de ver cómo logró pasar de una a otra en aspectos en que entraban en contradicción. Sé que no van a ver con buenos ojos que después de quince años yo les diga que no recuerdo los temas que tratamos. No consistía —como ya dije— en ganar o perder, sino en contemplar diferencias.

Sólo recuerdo desde cuando llegamos al Sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación como llamamos ahora. De plano rechazó el que Jesús hubiera hablado de ello alguna vez. Desconoció que el versículo Mt. 16, 18 fuera la evidencia de la supremacía de Pedro y de sus sucesores y que el de Jn 20, 22-23 fuera la institución de algún sacramento.

Abrí el Catecismo de la Iglesia Católica para leer algunos parágrafos a partir del 1422 y aunque dijo desconocer que la Iglesia hubiera sacado ese Catecismo, era maravillosa la forma, prontitud y documentación con las que respondía a cada uno de ellos. Estaba bien preparado para un examen como ese. Anticipo que aunque acabo de decir que eran maravillosas sus respuestas no quise decir que mi fe se hubiera movido un micromilímetro: mi admiración fue hacia la prontitud y exactitud de sus respuestas no de su contenido.

Al fin tuve que decir como Kico: «Me doy» y le propuse la siguiente parábola al sacerdote:

—Mire, padre, voy a cerrar este libro, de todas maneras usted tiene una respuesta para cada uno de sus renglones y para cada uno de sus párrafos. En este pueblo puede suceder cualquier cosa —me empecé a referir a que el pueblo sede ha sido uno de los municipios de mi país que más han sufrido el problema del conflicto armado—, la puerta de la calle está abierta y supongamos que ahora mismo pasa un guerrillero corriendo; detrás de él, un paraco —así les decimos a los paramilitares— disparando; una bala entra y me da, caigo al suelo desangrándome; yo sé que «Tu es sacerdos in æternum» porque eso me lo ha enseñado mi Iglesia y usted también lo sabe porque se lo dijeron el día de su ordenación. Basado en ese convencimiento, me dirijo a usted implorándole me escuche en confesión y me dé la absolución de mis pecados. Esta es mi pregunta: «Padre, ¿usted me dejaría morir sin confesión?».

Aún estoy esperando la respuesta.

Envigado, 19 de julio de 2014


jueves, 1 de mayo de 2014

Vale la pena confesarse



Tomado de El Colombiano 14-04-15


     Carmen elena Villa


La Confesión no es un invento de la Iglesia para torturar a sus fieles por las faltas que han cometido. Más bien es un sacramento instituido por Cristo, tal como dice en el Evangelio: «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados, y a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Jn. 20, 23.

La Iglesia entiende que los cristianos estamos heridos por el pecado, que el bello tesoro de la fe ha sido puesto en estas vasijas de barro que una y otra vez caemos por nuestras muchas faltas.

En la Confesión, Cristo mismo, por medio de la persona del sacerdote, está ahí para reconciliarnos y darnos la fuerza necesaria en el combate por vencer la tentación. Cuando se hace una confesión sincera, con dolor de corazón y propósito de enmienda, después de examinar la propia conciencia, las puertas del cielo, que el hombre por sus opciones personales ha cerrado, se abren de nuevo ante él.

El papa Francisco se refirió recientemente a la vergüenza que hemos tenido los que en algún momento nos hemos acercado a un confesionario. Decía que esa vergüenza en sí misma no es mala porque nos hace ser conscientes de nuestras faltas y de sus consecuencias. Pero cuando escuchamos que el padre nos dice: «Anda en paz, Dios te ha perdonado», con la potestad que le da el orden sacerdotal, descubrimos que se nos ha quitado un peso de encima y esa vergüenza se transforma en paz. Una paz que viene del amor que nos da Dios Padre, quien mira con ternura nuestro arrepentimiento y nos llama, con la gracia que nos da, a una vida más acorde con su Plan de amor y por lo tanto con nuestra realización plena, y no a una vida conforme con nuestro egoísmo y nuestra mezquindad.


El regreso del hijo pródigo
Edward John Poyner (1869)
Vale la pena confesarse porque nos hace recordar que el perdón no viene de nuestros esfuerzos sino del amor de otro ser, en este caso de Dios Padre quien nunca es indiferente frente a su criatura. Vale la pena confesarse porque el Señor Jesús, que nos conoce perfectamente, ha permitido que existan mediadores (los sacerdotes) para nuestro bien. Porque con este sacramento experimentamos el amor de Dios que «nos espera, nos perdona, y más aún: que hace fiesta», como dijo recientemente el papa Francisco refiriéndose a la Parábola del hijo pródigo.