Carmen elena Villa
La
Confesión no es un invento de la Iglesia para torturar a sus fieles por las
faltas que han cometido. Más bien es un sacramento instituido por Cristo, tal
como dice en el Evangelio: «A quienes perdonen los pecados, les quedan
perdonados, y a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Jn. 20, 23.
La Iglesia entiende que los cristianos estamos heridos por el pecado, que el bello tesoro de la fe ha sido puesto en estas vasijas de barro que una y otra vez caemos por nuestras muchas faltas.
En la Confesión, Cristo mismo, por medio de la persona del sacerdote, está ahí para reconciliarnos y darnos la fuerza necesaria en el combate por vencer la tentación. Cuando se hace una confesión sincera, con dolor de corazón y propósito de enmienda, después de examinar la propia conciencia, las puertas del cielo, que el hombre por sus opciones personales ha cerrado, se abren de nuevo ante él.
El papa Francisco se refirió recientemente a la vergüenza que hemos tenido los que en algún momento nos hemos acercado a un confesionario. Decía que esa vergüenza en sí misma no es mala porque nos hace ser conscientes de nuestras faltas y de sus consecuencias. Pero cuando escuchamos que el padre nos dice: «Anda en paz, Dios te ha perdonado», con la potestad que le da el orden sacerdotal, descubrimos que se nos ha quitado un peso de encima y esa vergüenza se transforma en paz. Una paz que viene del amor que nos da Dios Padre, quien mira con ternura nuestro arrepentimiento y nos llama, con la gracia que nos da, a una vida más acorde con su Plan de amor y por lo tanto con nuestra realización plena, y no a una vida conforme con nuestro egoísmo y nuestra mezquindad.
El regreso del hijo pródigo Edward John Poyner (1869) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario