A mis queridos
hermanos mexicanos miembros de Cristo amigo, felicitaciones por tener un
compatriota que mostró tanto amor a Cristo Rey.
Gabriel Escobar
Gaviria
José Sánchez del Río, Mártir de
Cristo Rey
Por
Luis Alfonso Orozco | Fuente: Catholic.net
Nota; Sólo la primera foto es auténtica, las demás son tomadas de la película Cristiada en la que el papel de josé Luis es onterpretado por Mauricio Kuri
El
combate había sido sangriento y más duro que en otras ocasiones. Esta vez
también José Luis y sus compañeros cristeros se encontraban en una notable
desventaja numérica, ya que los soldados federales eran diez veces más que los
defensores de la fe.
—¡Mi
general, aquí está mi caballo, sálvese usted, aunque a mí me maten! Yo no hago
falta, y usted sí.
Le
había dicho José Luis, en una rápida y valiente determinación, a su jefe Luis
Guízar Morfín, cuando los federales mataron su caballo de un balazo. Entonces José Luis se
acercó sin vacilar, saltó ágilmente de su montura y la entregó a su jefe, quien
le dirigió una última mirada de aprecio y, dándole las gracias, se alejó para
reunirse con otros cristeros que también se replegaban.
Aquel
lunes 6 de febrero de 1928 por la mañana, el grupo de soldados cristeros que
comandaba el general Luis Guízar Morfín había sido sorprendido cerca de Cotija,
Michoacán, por fuerzas muy superiores en número del general callista Anacleto
Guerrero. Los cristeros se vieron obligados a combatir, pero por la escasez de
municiones para sus rifles y por ser menos, se iban replegando hacia una loma
para organizar su retirada, mientras disparaban las balas de que disponían. La
cosa se volvió desesperada en esta ocasión para los cristeros, quienes
raramente volvían la espalda al enemigo. Entonces, los que no habían caído
muertos huyeron o cayeron prisioneros, y entre estos últimos estaba también
José Sánchez del Río.
José
Luis (así le llamaban sus compañeros cristeros), con apenas 13 años de edad, se
había enrolado en las filas del glorioso ejército de los cristeros, que
defendían su fe y proclamaban que Cristo era Rey de su patria, por encima de la
opresión que el Gobierno de Plutarco Elías Calles ejercía sobre todos los
católicos mexicanos. Eran los tiempos de la persecución religiosa y de los
mártires de Cristo Rey.
—Me
han hecho prisionero porque se me acabó el parque, ¡pero no me he rendido!
Dijo
el valiente niño cristero al general Anacleto Guerrero, cuando esa tarde lo
llevaron ante su presencia, en el cuartel de Cotija. Normalmente, los soldados
del Gobierno fusilaban o colgaban de los árboles de la plaza o de los postes de
telégrafo a todos los cristeros que capturaban vivos. Actuaban así para asustar
y escarmentar a los pacíficos ciudadanos y a todos lo que apoyaran la causa
cristera.
—Tú
lo que eres es un mocoso que no sabe en lo que lo están metiendo. ¿Quién te
manda combatir al Gobierno? ¿No sabes que eso es un delito que se paga con la
muerte? —Lo reprendió el general callista, en tono amenazador. A continuación,
en vez de fusilarlo como a los otros cristeros aprehendidos en el combate,
mandó meter a José Luis en la cárcel de Cotija para hacerlo reflexionar y
asustarlo, pensando que así dejaría la causa cristera. Ya había pensado que al
día siguiente se lo llevaría prisionero a Sahuayo, su lugar natal, para
presionar a sus familiares y darle un escarmiento al pueblo católico. Pero Dios
tenía también otro plan para valerse de su futuro mártir y recibir la gloria
que solamente a Él le es debida.
Época de héroes y
mártires
A
ochenta y ocho años años de aquellos hechos, en el corazón católico de México
todavía se guarda con orgullo y admiración el recuerdo de los valientes héroes
y mártires que en los años de la persecución religiosa morían confesando su fe
católica:
—¡Viva
Cristo Rey!” “¡Viva la Virgen de Guadalupe!
De
muchos de ellos se conservan algunos objetos humildes pero venerados como
preciadas reliquias por la gente: quizás un viejo sombrero, unos huaraches
ensangrentados, el rosario encontrado en la bolsa del pantalón del mártir, el
pañuelo que llevaran atado al cuello o la cuerda con que ahorcaron a los
mártires, en los pueblos y lugares donde murieron.
Jóvenes católicos
de la ACJM en los años veinte
(Asociación
Católica de la Juventud Mexicana)
Un
lugar digno de visitar para edificarse con las historias y documentos
fotográficos de nuestros héroes cristeros y mártires es el Museo Cristero, que
cuenta con dos sedes: una se encuentra en la ciudad de Aguascalientes y la otra
en la población de Encarnación de Díaz, en Jalisco. Cristo Rey bendice a la
nación desde su pedestal de piedra en el corazón geográfico de México, en un
monumento que mide más de veinte metros de altura y que se yergue majestuoso a
más de 2.600 metros en la cumbre del cerro El Cubilete, en el estado de
Guanajuato. En la memoria de muchos de los católicos que peregrinan a la santa
montaña cada año en la fiesta de Cristo Rey, aún persiste el recuerdo de
aquellos mártires que ofrecieron su sangre con tal de que Cristo Rey fuera el
centro de las miradas, de los deseos, de los pensamientos y de las obras de la
gente.
Sigue
vivo el recuerdo agradecido hacia aquellos hombres, mujeres y niños que
murieron gritando el santo nombre. «¡Viva Cristo Rey!, ¡viva santa María de
Guadalupe!», con el último aliento que les quedaba en sus pulmones para
testimoniar que Jesucristo vive eternamente. Los relatos de sus hazañas se han
transmitido de abuelos a padres y de éstos a sus hijos, entre los peregrinos de
Cristo Rey.
¿Cuál es el
testimonio y mensaje que nos dan los mártires?
Con
el ejemplo de su muerte heroica, los mártires nos están enseñando que ellos
obedecían al Rey del cielo y no al tirano de aquí abajo que los maltrataba,
mientras pisoteaba sus más sagrados derechos, porque no era posible que ningún
poder humano o sobrehumano borrara la presencia de Cristo en el corazón de las
personas. Allí estaban ellos para confesarlo.
Católicos ahorcados
por los soldados federales junto a la vía del tren, estado de Jalisco
Los
humildes mártires de Cristo Rey en México eran gente sencilla del pueblo;
profundos creyentes. Murieron no por desprecio a la vida, sino movidos por la
certeza de que recobrarían su vida en la gloria eterna por el amor de Cristo
Rey, en quien tenían depositada toda su confianza.
Hace
dos mil años, cuando el apóstol san Pedro dijo a los judíos: —Juzgad si es
justo delante de Dios, obedeceros a vosotros más que a Dios” (Hechos de los
apóstoles 4,19), dejó muy claro lo que todos los buenos católicos, en cualquier
época, debemos hacer para defender nuestra fe y los derechos de Dios por encima
de los cálculos humanos. Estas palabras se han repetido miles de veces a lo
largo de la historia, cada vez que los mártires confesaron públicamente su fe
delante de los tiranos perseguidores que han querido borrar el nombre bendito
de Cristo del corazón de la gente.
También
los mártires mexicanos supieron responder al Gobierno perseguidor del
presidente Plutarco Elías Calles y sus secuaces, quienes fueron los causantes
de la violenta persecución religiosa, de 1926 al 1929, contra la Iglesia
católica en México.
Una
de las características que mejor resalta en los mártires es ésta: cuando todas
las circunstancias se pusieron difíciles en extremo, ellos ya habían optado por
obedecer a Dios antes que a los hombres, sabiendo que la consecuencia podría
ser la muerte. No se creían superhéroes, eran muy conscientes de su propia
debilidad humana, pero la conciencia de tener que estar a la altura de su misión,
y la fe y el amor de Jesucristo los hizo mantenerse fuertes en el instante
supremo.
Durante
aquella persecución religiosa en México, se dieron casos conmovedores de
martirios heroicos, como el del niño José Sánchez del Río, natural de Sahuayo,
Michoacán .

Primero
lo torturaron cortándole las plantas de los pies, para después obligarlo a
caminar con sus pies sangrantes por las calles empedradas del pueblo hasta el
cementerio, donde finalmente lo remataron. Mientras lo conducían los soldados
hacia el camposanto, el niño cristero no cesaba de aclamar a Cristo Rey ante el
asombro y rabia de los soldados, y la admiración del pueblo que presenció su
martirio. Al llegar al lugar, lo colocaron al lado de una zanja, mientras él
seguía gritando vivas a Cristo Rey. Entonces se abalanzaron unos esbirros
contra él y lo cosieron a puñaladas y a tiros. Cayó en el hoyo y lo taparon,
retirándose después satisfechos de su hazaña.
No faltaron
corazones valientes
No
pensemos que se trata de un hecho aislado, porque casos como el de José Sánchez
del Río son conocidos por centenares en los lugares donde se desarrolló la
epopeya de La Cristiada. Se guardan en la memoria fiel de los viejos, quienes
entonces eran niños o jóvenes cuando ocurrieron los hechos, y también fueron
transmitidos de boca en boca a las siguientes generaciones para que no olvidaran
el testimonio de sus mayores. Muchos valientes mártires cristeros de toda edad
y condición social, niños, jóvenes y adultos, ofrecieron generosamente su
sangre por confesar a Cristo y defender la libertad religiosa, y esto ocurrió
principalmente en los estados de Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Colima,
Zacatecas, Coahuila, México, Durango, Tabasco y Guerrero, que son los lugares
donde la persecución fue más violenta. En aquellos años difíciles, la idea de
ser mártir por Cristo Rey era común y no era extraña a la gente.
En
aquel entonces la gente tenía bien clara la idea del martirio, y a lo que se
exponían los cristeros. Tanto es verdad que mi pobre madre, q. e. p. d., doña
Petra Rivas, que era muy cristera y llevaba ropa y alimentos a los sublevados,
me decía a mí:
—Yo
quiero un hijo mártir. ¿Por qué no te vas con ellos?
—Mamá,
yo no sirvo para eso ni sé montar a caballo —respondía yo—; basta con que yo
sea confesor.
Vamos,
pues, a conocer el caso de un valiente muchacho michoacano, sencillo y normal
como sus coetáneos, pero que fue mártir de Cristo Rey. Su gesto heroico lo ha
convertido en un ejemplo luminoso de fe para todos los adolescentes y jóvenes
de hoy, pero también para los adultos, en este mundo difícil donde también es
necesario defender la fe católica con el propio testimonio de vida.
Es
probable que Dios no nos pida a nosotros derramar la sangre como a ellos, pero
sí nos pide ser valientes y tener el mismo corazón heroico para no callar
delante del mal; para defender nuestros valores cristianos ante otras personas
cuando son atacados y, sobre todo, para saber decir siempre un no rotundo y firme al pecado en
nuestras vidas.
José Luis Sánchez del
Río, valiente cristero martirizado a los 14 años de edad.
Se trata de un caso conmovedor, verdaderamente
singular entre los mártires que regaló La Cristiada a México y a la Iglesia.
José había nacido el 28 de marzo de 1913 en la población de Sahuayo, Michoacán,
hijo de Macario Sánchez y María del Río. En la iglesia parroquial de su pueblo,
recibió el bautismo el 3 de abril del mismo año, y allí mismo recibió los
sacramentos de confirmación y comunión años después.
José fue un niño travieso y alegre como todos los niños. Jugaba a las canicas, corría con sus amigos por las calles empedradas y se iba al campo a cazar palomas güilotas con la resortera. Su afición por los caballos y a la vida campestre le fue normal desde pequeño, como a los demás chicos de Sahuayo.
José fue un niño travieso y alegre como todos los niños. Jugaba a las canicas, corría con sus amigos por las calles empedradas y se iba al campo a cazar palomas güilotas con la resortera. Su afición por los caballos y a la vida campestre le fue normal desde pequeño, como a los demás chicos de Sahuayo.
En su casa conoció la pobreza y el trabajo
desde pequeño, pero sobre todo, creció rodeado de unidad familiar y de los
valores cristianos que dan sentido a la vida: la fe, la caridad hacia propios y
extraños, concretados en una piedad sólida que le transmitieron sus padres.
Desde que hiciera su Primera Comunión, José había tomado la decisión de
cultivar una amistad sincera y fiel con Jesús.
La casa donde nació José ya no pertenece a la
familia Sánchez del Río. La vendieron y no hay ni siquiera una placa que
indique su natalicio. La casa se sitúa en el número 136 de la que fuera calle
Tepeyac, en Sahuayo, y a la que después le fue cambiado el nombre por calle
Rafael Picazo, el diputado federal por el distrito de Jiquilpan, quien
precisamente mandó asesinarlo. Es en verdad extraño que la calle lleve el
nombre del verdugo y no el de la víctima; precisamente al revés, como ocurre en
muchas otras situaciones de nuestro mundo.
José había nacido en el amplio período conocido
como la Revolución Mexicana: aquélla fue una época muy difícil para las
familias, los pueblos y ciudades de todo el país, por los episodios de
violencia constante que se desarrollaban entre las diversas bandas de
revolucionarios que se disputaban el poder.
Entonces la muerte se veía con más naturalidad
que ahora: no era raro que cuando llegaba la noche, los vecinos escuchaban las
balaceras y los gritos de los revolucionarios, junto con el ir y venir de sus
caballos. Se oían relinchos mientras el jinete disparaba o caía muerto. Por la
mañana, las mujeres que iban a misa y los hombres que salían a sus labores en
el campo podían fácilmente encontrarse con cadáveres de revolucionarios o de
gente pacífica, en el arroyo de la calle empedrada o detrás de alguno de los
portales de la plaza. Por eso la gente era más religiosa y se preocupaba por
estar preparada para dar el paso a la vida eterna, que en asegurarse un
porvenir entre las cosas inestables del mundo.
Cuando José tenía 12 años estalló la guerra de
los cristeros, o sea, el alzamiento de aquellos campesinos creyentes y jóvenes
de la Acción Católica que lucharon en defensa de sus más sagrados derechos
contra las leyes injustas del Gobierno federal. La región donde él vivía era
ciento por ciento cristera y, desde el inicio del alzamiento, los hombres y
mujeres del occidente de Michoacán se distinguieron por su defensa valiente de
la fe y de los derechos sagrados de Cristo. Gente de diversos pueblos como
Cotija, Sahuayo, Jiquilpan, Santa Inés, Los Reyes y de otros lugares de la
región, combatían por la causa de Cristo Rey y la defensa de sus derechos
humanos más elementales, como es la libertad religiosa.
José se daba cuenta perfectamente de la
situación y también la sufría en carne propia, puesto que su pueblo natal,
Sahuayo, se encontraba en una de las zonas más cristeras, donde el apoyo de la
gente era masivo a favor de la religión y de sus valientes defensores. No
fueron pocos los atropellos que sufrió la gente pacífica de Sahuayo por parte
de soldados del Gobierno, por el hecho de proclamarse cristeros.
¡Quiero ser cristero!
José veía a los valientes cristeros que pasaban
veloces en sus caballos por las calles de su pueblo, les oía gritar con
gallardía: «¡Viva Cristo Rey!, ¡viva la Santísima Virgen de Guadalupe!»,
escuchaba los relatos que contaban los mayores sobre sus hazañas en el campo
contra los perseguidores de Cristo. ¡Él también soñaba en irse con ellos para
defender los derechos de Cristo Rey en su patria! Pero había un problema: sus
papás no se lo permitían debido a su corta edad. José no se desanimó, y tanto
insistió que, después de escribir varias veces, con apenas 13 años logró que le
permitieran enrolarse en las fuerzas cristeras que luchaban al mando del
general Prudencio Mendoza, jefe de los cristeros de la zona de Cotija y sus
alrededores.
El general Mendoza, viendo la resolución y
ánimos de José por ser cristero, lo admitió finalmente en la tropa. Durante los
primeros siete meses no le fue permitido usar aromas, pero sirvió como ayudante
de los soldados cristeros. José era bastante apreciado en la tropa cristera
porque desde el inicio se distinguió por su servicialidad. Se le veía por todos
lados del campamento, engrasando las armas, friendo los frijoles de la comida,
cuidando que a los caballos no les faltara agua y pastura.
A su mamá, que con razón se oponía a sus deseos
de ir a la lucha, debido a su corta edad, José le respondía:
—Mamá, ¡nunca ha sido tan fácil ganarse el
cielo como ahora! .
El general Prudencio Mendoza se movía con sus
soldados cristeros por diversos puntos de Michoacán para emprender acciones de
guerra, y viendo que era muy peligroso para la corta edad de José, lo dejó a
las órdenes y cuidado del jefe cristero Luis Guízar Morfín, y José le sirvió
como ayudante de campo. Desde el primer momento que entró como cristero, José
se mostró valiente y leal con sus jefes, participando en la vida de privaciones
que llevaba la tropa, durmiendo a veces en cuevas o en medio de tupidos bosques
y comiendo la escasa comida compuesta de frijoles y tortillas, muchas veces
endurecidas y frías, pues no siempre era posible preparar fogatas para calentar
con calma los alimentos.
Con los demás cristeros, José rezaba todas las
noches el santo rosario a María Santísima, antes de acostarse y descansar de la
dura jornada. Era una vida de sacrificios y privaciones por amor a Cristo Rey y
su Madre Santísima, la Virgen de Guadalupe.
¡Pero No me he rendido!
Así iban las cosas, cuando el 5 de febrero de
1928, durante el transcurso de un combate entre los cristeros y fuerzas
federales en las inmediaciones de Cotija, el caballo del jefe Guízar Morfín
resultó muerto de un balazo. Entonces, el valiente niño cristero saltó de su
montura y se la ofreció a su jefe dirigiéndole estas palabras:
—Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese
usted aunque a mí me maten. Yo no hago falta y usted sí.
El jefe Guízar Morfín pudo ponerse a salvo,
pero quedó muy conmovido por su gesto de valentía y generosidad. Como era de
prever, José quedó hecho prisionero, quien al igual que a otros cristeros,
condujeron maniatados a Cotija. Allí se encontraba el general callista
Guerrero, quien lo reprendió por combatir contra el Gobierno. José le replicó:
—Me han aprehendido porque se me acabó el
parque, pero no me he rendido.
Con él también cayó prisionero otro joven algo
mayor de nombre Lázaro, originario tal vez de Jiquilpan. Desde Cotija, José
escribió a su mamá esta hermosa carta:
«Cotija, Mich., lunes 6 de febrero de 1928.
»Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en
combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero nada
importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy contento, porque
muero en la raya al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte, que es lo
que me mortifica:
»Antes diles a mis otros dos hermanos que sigan
el ejemplo de su hermano el más chico, y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor
y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por
última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y
verte antes de morir deseaba
»José Sánchez del Río».
Problemas con los gallos
Ambos quedaron apresados en Cotija, pero
después fueron trasladados a Sahuayo el 7 de febrero. Con los brazos bien
atados, José y Lázaro fueron metidos en la iglesia parroquial, que el diputado
Rafael Picazo había manchado convirtiéndola de Casa de Dios en un gallinero;
allí, el tal Picazo guardaba sus gallos de pelea. José se indignó a la vista de
aquel ultraje contra la casa de Dios. No lo pensó dos veces y una vez que logró
desatar sus manos de las ligaduras, se dedicó esa noche a retorcer el pescuezo de
los gallos de Picazo. Acabada su tarea, se recostó en un rincón y se durmió.
El día siguiente, 8 de febrero, al enterarse el
diputado Picazo de la suerte que habían corrido sus gallos, se presentó
iracundo en la iglesia parroquial y con palabras gruesas e insultos recriminó a
José su acción. Éste le contestó:
—La casa de Dios es para venir a orar, no para
refugio de animales.
Picazo lo amenazó diciéndole que si estaba
dispuesto a todo. La respuesta del valiente cristero no se hizo esperar:
—A todo. Desde que tomé las armas estoy
dispuesto a todo. ¡Fusílame!, para que yo esté luego delante de nuestro Señor y
pedirle que te confunda.
Esto fue la gota que volcó el vaso de la ira en
Picazo, aquel enemigo acérrimo de los cristeros. Ahora sí, sin remedio, la muerte
de José Luis y la de Lázaro su compañero de prisión, eran seguras. En el
transcurso de esa mañana, miércoles 8 de febrero, los familiares de José les
llevaron el almuerzo, pero el angustiado Lázaro no tenía apetito ni ánimos.
José, que era unos años menor pero poseía mayores ánimos, le dijo entonces:
—Ánimo, Lázaro. Vamos comiendo bien. Nos van a
dar tiempo para todo y luego nos fusilarán. No te hagas para atrás. Duran
nuestras penas mientras cerramos los ojos.
A las cinco y media de esa tarde sacaron a
Lázaro para ahorcarlo y José fue obligado a ponerse junto al árbol de la
ejecución. Y colgaron a Lázaro. Al cabo de unos minutos de colgado lo creyeron
muerto, bajaron su cuerpo y lo arrastraron al cercano cementerio, donde lo
abandonaron. Pero Lázaro no estaba muerto, se reanimó y huyó trabajosamente.
—A José lo llevaron allí para asustarlo y ver
si renegaba de su fe en Cristo, pero él se dirigió a los verdugos y con gesto
enfático les dijo que también a él lo mataran. Sin embargo, al ver que no
habían logrado asustarlo ni que renegara, volvieron a meterlo en el templo y
allí quedó encerrado solo.
Mi vida por Cristo. ¡Viva cristo rey!
Entre tanto, el papá de José ya estaba haciendo
gestiones desesperadas para intentar rescatarlo con dinero. Pero el callista
general Guerrero exigía cinco mil pesos a cambio de la libertad de José, una
cantidad que en aquel entonces era una fortuna. El afligido padre no podía
reunir tan enorme suma, y ofreció en cambio su casa, muebles y cuanto poseía.
El diputado Picazo vociferó que de todos modos, con dinero o sin él, «en las
barbas de su padre lo mandaría matar».
Entonces, José se enteró de los esfuerzos que
hacía su familia para liberarlo y pidió que no se pagara por su rescate ni un
solo centavo. José ya había hecho su resolución de morir antes que traicionar
en lo más mínimo a Cristo Rey. Todo el pueblo de Sahuayo sabía lo que pasaba y
rezaba por José y su familia. La tensión por lo que se veía que iba a suceder
con el niño cristero crecía a medida que pasaban las horas.
Enterado ya de que se había dado la sentencia
de muerte contra él, José escribió su última carta y la dirigió a una de sus
tías:
«Sahuayo, 10 de febrero de 1928.
»Querida tía:
»Estoy sentenciado a muerte. A las ocho y media
de la noche llegará el momento que tanto he deseado. Te doy las gracias por
todos los favores que me hiciste tú y Magdalena. No me encuentro capaz de
escribir a mi mamá: tú me haces el favor de escribirle. Dile a Magdalena que
conseguí que me permitieran verla por última vez y creo que no se negará a
venir (para que le llevase la Sagrada Comunión), antes del martirio. Salúdame a
todos y tú recibe como siempre y por último el corazón de tu sobrino que mucho
te quiere… Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera y Santa María de Guadalupe.
»Firmado: José Sánchez del Río, que murió en
defensa de la fe».
El viernes 10 de febrero de 1928, cerca de las
seis de la tarde, sacaron al valiente niño cristero del templo convertido en
prisión y lo trasladaron al cuartel. Al acercarse la hora de su sacrificio, los
soldados del Gobierno comenzaron por desollar-le los pies con un cuchillo,
pensando que José se ablandaría con el tormento y terminaría pidiendo clemencia
a gritos, pero se equivocaron. Al sentir los tremendos dolores en su propio
cuerpo, José pensaba en Cristo en la cruz y se lo ofrecía todo mientras gritaba:
—¡Viva Cristo Rey!
A continuación, los soldados lo sacaron a
golpes e insultos del cuartel y le obligaron a caminar descalzo con sus pies
heridos por las calles empedradas rumbo al cementerio. Su martirio llevaba ya
algunas horas, pues pasaban las 11 de la noche cuando llegaron al camposanto.
Los verdugos aún querían hacerlo apostatar de su fe aplicándole esos bárbaros
tormentos, pero no lo lograron.
Dios le dio la fortaleza para caminar hacia el
sitio de su martirio gritando vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe,
en medio del asombro y edificación de todos los presentes. Llegados al
cementerio, se paró al borde de su propia fosa mientras seguía vitoreando a
Cristo Rey. Los verdugos acribillaron su cuerpo maltratado a puñaladas, hasta
que el capitán de la escolta decidió acabar con todo y disparó con su fusil a
la cabeza del mártir, que ya se encontraba derrumbado en la fosa. Sus últimas
palabras fueron
—¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de
Guadalupe!
La conmoción y silencio respetuoso de los
espectadores eran indescriptibles. Se oían suaves los sollozos de la madre de José, que lo acompañó hasta el último momento
mientras rezaba por su hijo. Los habitantes del pueblo nunca habían presenciado
algo semejante; los mismos soldados federales, que actuaron de mala gana
obedeciendo las órdenes, estaban admirados de tanta valentía.

Años más tarde, sus gloriosos restos fueron
exhumados y descansan hoy en la cripta de los mártires del templo del Sagrado
Corazón de su pueblo natal. El día de su canonización será el 16 de octubre de
2016.
Conclusión
José Luis es un mártir de Cristo Rey que supo estar a la
altura de la misión durante las difíciles circunstancias que le tocó vivir, en
un ambiente de guerra y odio contra la fe y de persecución sangrienta. Él, al
igual que numerosos mártires de Cristo Rey, dio su vida generosamente por
defender sus valores más preciados, y ofreció a México y a todo el mundo un
ejemplo de heroísmo como el de los primeros mártires de las persecuciones
romanas. Los mártires cristeros forman un grupo de los mejores hijos que México
ha dado a la Iglesia.
Vocación de mártires
Podemos preguntarnos qué fue lo que movió a
José Luis a dar su vida, a sus 14 años de edad, con toda la fuerza de la
juventud en sus venas y el ímpetu de los grandes ideales en su corazón. Él
ofreció su vida por mantenerse fiel a Jesucristo, su Amigo, y porque le había
jurado seguirle hasta la muerte si era preciso.
Ciertamente, Dios lo escogió a él para
ejemplificar la vocación al martirio de sangre, porque las circunstancias en
que le tocó vivir, en el México de aquellos años, eran de persecución abierta
contra la Iglesia. Pero José Luis se mantuvo fiel a Cristo Rey. En lugar de
llevar una vida cómoda y sin riesgos, en vez de ocultarse por miedo o de mentir
para salvar la vida, prefirió afrontar las torturas cuando los soldados lo
hicieron prisionero.
José Luis fue fiel a su conciencia y a su
palabra para no traicionar a sus compañeros cristeros, porque la fortaleza de
Cristo lo sostuvo durante las duras horas de la prueba. Fue fiel a Cristo hasta
el fin y mereció la corona del martirio, porque amaba a Cristo Rey como a su
mejor Amigo.
Temple de mártires
Hoy, lo más probable es que Dios no nos pida derramar la sangre ni sufrir torturas alucinantes por mantenernos fieles a nuestra condición cristiana, en medio de un mundo agresivo y contrario a los valores en que creemos. Es verdad que no vivimos en las mismas circunstancias del martirio sangriento, como tocó a nuestros abuelos en la época de los cristeros. Pero también hoy se ataca a Cristo, a la Iglesia y al papa, y se hace burla o desprecio de los valores más preciosos con que cuenta la juventud, como el derecho a la vida de los inocentes, la pureza o la honradez. ¡Hay que tener un corazón y un temple de mártires, como José Luis y los demás mártires de Cristo Rey, para saber defender nuestra fe y nuestros valores!
No se trata sólo de ideas bonitas; es lo mismo
que el papa Juan Pablo II pidió a los jóvenes creyentes de todo el mundo,
durante la memorable Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Roma. Éstas
son sus palabras:
«Queridos amigos,
también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de
Tomás, de los primeros apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no
pocas veces, es como un nuevo
martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente
para seguir al divino Maestro, para
seguir al Cordero a dondequiera que vaya (Apocalipsis 14,4).
»No por casualidad,
queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran recordados en el
Coliseo los testigos de la fe del siglo XX.
Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente
la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones
de cada día. Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo
de hoy, la pureza antes del matrimonio.
»Pienso también en
los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de
mutua fidelidad. Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la
tentación de deslealtad que puede darse entre ellos.
»Estoy pensando
también en el que ha empezado un camino de especial consagración y en las
dificultades que a veces tiene que afrontar para perseverar en su entrega a
Dios y a los hermanos. Me refiero igualmente al que quiere vivir unas
relaciones de solidaridad y de amor en un mundo donde únicamente parece valer
la lógica del provecho y del interés personal o de grupo.
»Asimismo, pienso en
el que trabaja por la paz y ve nacer y estallar nuevos focos de guerra en
diversas partes del mundo; también en quien actúa en favor de la libertad del
hombre y lo ve aún esclavo de sí mismo y de los demás; pienso en el que lucha
por el amor y el respeto a la vida humana y ha de asistir frecuentemente a
atentados contra la misma y contra el respeto que se le debe. Queridos jóvenes,
¿es difícil creer en un mundo así? En el año 2000, ¿es difícil creer? Sí, es
difícil. No hay que ocultarlo. Es difícil, pero con la ayuda de la gracia es
posible, como Jesús dijo a Pedro: “No te ha revelado esto la carne ni la
sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (san Mateo 16,17)».
Este artículo es parte del libro Madera de héroes Semblanza de algunos
héroes mexicanos de nuestro tiempo, de Luis Alfonso Orozco.
héroes mexicanos de nuestro tiempo, de Luis Alfonso Orozco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario