Gabriel Escobar Gaviria
Entré en una papelería de Envigado,
la ciudad donde vivo, con el fin de comprar un cuaderno que usaría para tomar
notas en las conferencias de preparación al Ministerio de la Sagrada Comunión.
Al entrar esperé a que una joven
vendedora terminara una conversación con un joven al que había atendido.
No puse mucha atención a la
conversación, pues era intrascendental para mí. Pero alcancé a escuchar que el
joven, antes de dar la vuelta para dirigirse a la puerta, le hizo una
invitación a la dependiente para algún programa propio de la juventud.
A esto ella le contestó en forma
etérea como de esas respuestas que se dan sin compromiso alguno y en las que se
asegura aceptar una invitación, sin intención de que se cumpla. Mientras ella
daba su respuesta el joven alcanzó la puerta y con una sonrisa desapareció de
nuestra vista y continuando su camino en la calle.
Durante el tiempo que el joven
estuvo presente yo no observé en él ninguna expresión ni comportamiento que me
causaran indignación o aversión, aunque, como ya dije, no fue mucha la
importancia que le di.
Sin embargo, la vendedora,
hermosa como muchas mujeres de mi región, continuó como si se siguiera
dirigiendo al joven, que por supuesto ya no estaba escuchando:
—... sobre todo, que voy a ir con
vos, como me caés de mal. ¡Te detesto!
Esas palabras las alcanzamos a
escuchar una compañera suya que estaba cerca, y yo que estaba esperando a que
ella se desocupara. Estoy seguro de que las dijo con toda la intención de que
su compañera las escuchara.
Su compañera preguntó:
—¿Pero por qué te cae mal?
—No lo sé, pero le tengo un odio
enorme, enorme y no sé por qué.
—¡Huy!, ¡odios, odios! —empecé a
decir, y tenía la sensación de que esas palabras no eran mías, pero que alguien
las estaba sacando por mi garganta— ¿Acaso no sabes que al final nos van a
preguntar cuánto odio tenemos y con la mima medida nos medirán?
La joven clavó sus hermosos ojos
en los míos como pretendiendo indagar de dónde salían esas palabras, pero «yo»
continué:
—Si supieras por qué odias a ese
amigo tendrías que orar mucho para perdonarlo; pero como no sabes, el mal está
en ti y debes orar mucho más para erradicar ese mal de tu ser.
El rostro de la joven se tornó
suplicante y sin apartar sus ojos de los míos, exclamó:
—¡Orar, perdonar...! ¡Gracias,
señor, por lo que me dice! ¡Ayúdeme a orar!
—Lo haré.
Hagámoslo
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