martes, 22 de julio de 2014

A propósito de perdón

Gabriel Escobar Gaviria

Entré en una papelería de Envigado, la ciudad donde vivo, con el fin de comprar un cuaderno que usaría para tomar notas en las conferencias de preparación al Ministerio de la Sagrada Comunión.

Al entrar esperé a que una joven vendedora terminara una conversación con un joven al que había atendido.

No puse mucha atención a la conversación, pues era intrascendental para mí. Pero alcancé a escuchar que el joven, antes de dar la vuelta para dirigirse a la puerta, le hizo una invitación a la dependiente para algún programa propio de la juventud.

A esto ella le contestó en forma etérea como de esas respuestas que se dan sin compromiso alguno y en las que se asegura aceptar una invitación, sin intención de que se cumpla. Mientras ella daba su respuesta el joven alcanzó la puerta y con una sonrisa desapareció de nuestra vista y continuando su camino en la calle.

Durante el tiempo que el joven estuvo presente yo no observé en él ninguna expresión ni comportamiento que me causaran indignación o aversión, aunque, como ya dije, no fue mucha la importancia que le di.

Sin embargo, la vendedora, hermosa como muchas mujeres de mi región, continuó como si se siguiera dirigiendo al joven, que por supuesto ya no estaba escuchando:

—... sobre todo, que voy a ir con vos, como me caés de mal. ¡Te detesto!

Esas palabras las alcanzamos a escuchar una compañera suya que estaba cerca, y yo que estaba esperando a que ella se desocupara. Estoy seguro de que las dijo con toda la intención de que su compañera las escuchara.

Su compañera preguntó:

—¿Pero por qué te cae mal?

—No lo sé, pero le tengo un odio enorme, enorme y no sé por qué.

—¡Huy!, ¡odios, odios! —empecé a decir, y tenía la sensación de que esas palabras no eran mías, pero que alguien las estaba sacando por mi garganta— ¿Acaso no sabes que al final nos van a preguntar cuánto odio tenemos y con la mima medida nos medirán?

La joven clavó sus hermosos ojos en los míos como pretendiendo indagar de dónde salían esas palabras, pero «yo» continué:

—Si supieras por qué odias a ese amigo tendrías que orar mucho para perdonarlo; pero como no sabes, el mal está en ti y debes orar mucho más para erradicar ese mal de tu ser.

El rostro de la joven se tornó suplicante y sin apartar sus ojos de los míos, exclamó:

—¡Orar, perdonar...! ¡Gracias, señor, por lo que me dice! ¡Ayúdeme a orar!

—Lo haré.

Hagámoslo

Envigado, 1.° de marzo de 2012

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